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El otro muro: las prisiones secretas utilizadas para frenar a los migrantes

El periodista Ian Urbina descubrió las cárceles secretas que mantienen a los inmigrantes fuera de Europa. Para frenar la oleada de inmigrantes procedentes de África, la Union Europa los captura antes de que lleguen a sus costas y los envía a brutales centros de detención libios dirigidos por milicias. Esta es la historia de uno de ellos, Aliou Candé.

Publicado 26 Dic 2021 – 10:22 AM EST | Actualizado 26 Dic 2021 – 10:22 AM EST
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Aliou's mother and father, Aminata Balde and Samba Cande, at their family home in rural Guinea Bissau with a photo of themselves with Aliou and his brother when they were younger. Photo taken May 26, 2021. Crédito: Ricci Shryock/The Outlaw Ocean Project

Una hilera de almacenes provisionales se sucede a lo largo de la autopista que atraviesa Ghout al-Shaal, un barrio de talleres mecánicos y desguaces al oeste de Trípoli, la capital de Libia.

Uno de ellos, un antiguo depósito de cemento y hormigón, fue reabierto en enero de 2021, con muros más altos y coronados por alambres de espino. Un grupo de hombres en uniforme de camuflaje azul y negro armados con Kalashnikov rodean un contenedor de mercancías que hace las veces de oficina. En su puerta principal, cuelga un cartel: ‘Tribunal de enjuiciamiento de inmigrantes ilegales’. La instalación es una cárcel secreta de migrantes conocida como Al Mabani, que significa, simplemente, El Edificio.

A las tres de la madrugada del 5 de febrero de 2021, unos hombres armados se llevaron a Aliou Candé, un migrante de 28 años de Guinea Bissau, fuerte y de carácter tímido, a la cárcel. Un año y medio antes había abandonado su hogar porque sus cultivos producían cada vez menos y quería reunirse con sus hermanos en Europa.

Pero mientras cruzaba el Mediterráneo en una embarcación abarrotada con otros 130 migrantes, la Guardia Costera Libia los interceptó y condujo a la cárcel. Los empujaron al interior de la Celda 4, en la que había otros 200 presos. Apenas había sitio para sentarse y los migrantes se movían constantemente para evitar los pisotones.

Las luces fluorescentes del techo permanecían encendidas toda la noche. La única fuente de luz natural era una rejilla en la puerta de unos 30 centímetros de ancho. De las vigas, donde anidaban las aves huidas de un corral cercano, caían plumas y excrementos. Aliou Candé encontró sitio en un rincón entre los presos y empezó a entrarle en pánico: “¿Qué hacemos?”, le preguntó a un compañero de celda.

Nadie sabía que Candé había sido capturado. No se le acusó de ningún delito ni se le permitió hablar con un abogado; tampoco le dieron ninguna indicación sobre una posible puesta en libertad. Los primeros días permaneció en silencio, sometido a las horribles rutinas del lugar. La Brigada Zintan (una de las milicias más poderosas del país, anti islamista y que ayudó a derrotar a Muamar Gadafi en 2011) controlaba la cárcel y sus soldados la patrullaban.


En su interior había unos 1,500 migrantes repartidos en ocho celdas y segregados por sexo. Los migrantes dormían en alfombrillas infestadas de piojos, sarna y pulgas; no había para todos, y establecieron turnos para dormir: unos por la mañana y otros por la noche. Los presos se peleaban por descansar en la ducha, el único espacio ventilado. Dos veces al día, a la hora de las comidas, les conducían en fila de a uno al patio. Tenían prohibido mirar al cielo o hablar. Los guardias, como vigilantes de un zoológico, les ponían cuencos con comida en el suelo y los migrantes se sentaban en círculos sobre la tierra para comer.

Los guardias eran brutales y pegaban a quien desobedeciera sus órdenes con lo que primero que tuvieran a mano: ya fuera una pala, una manguera, un cable o la rama de un árbol. Los guardias liberaban a migrantes a cambio de 2,500 dinares libios, unos 480 euros. Durante las comidas, los guardias se paseaban con un teléfono móvil, que dejaban a los migrantes para que llamaran a sus familias y les pidieran el dinero para pagar su rescate.

En los últimos seis años, la Unión Europea, cansada del coste político y económico que provoca recibir migrantes del África subsahariana, ha implantado un complicado sistema que los intercepta antes de llegar a las costas europeas. La UE ha equipado y entrenado a la Marina y a la Guardia Costera Libia, un cuerpo paramilitar que patrulla el Mediterráneo, obstruyendo algunas operaciones de rescate y capturando a migrantes que son enviados a una red de cárceles gestionadas por diversas milicias libias que se enriquecen con esa reclusión.

Algunas organizaciones de ayuda internacional han documentado los abusos perpetrados en esas cárceles: torturas con descargas eléctricas, niños violados por los guardias, familias extorsionadas a cambio de rescates, hombres y mujeres vendidos para realizar trabajos forzados. Salah Marghni, ministro de justicia libio entre 2012 y 2014, me dijo: “La UE ha llevado a cabo algo que pensó y planeó muy detenidamente durante años, crear un lugar horrible en Libia para disuadir a los migrantes a viajar a Europa”.

Durante las semanas siguientes, Candé procuró no meterse en líos y se aferró a un rumor que corría por la cárcel: que los guardias iban a liberar a algunos migrantes por Ramadán, nueve semanas más tarde. “El señor es milagroso”, escribió uno de los migrantes en su diario. “Que su gracia continúe protegiendo a todos los migrantes del mundo, especialmente a los de Libia”.

Lo que se ha venido a llamar “crisis migratoria”, comenzó en 2010, cuando los migrantes que huían de los conflictos bélicos en Oriente Medio, de las insurgencias en el África subsahariana, o de los efectos del cambio climático comenzaron a llegar a Europa en tromba. Y la cuestión continúa: el Banco Mundial predice que, en los próximos 50 años, las sequías, la pérdida de cosechas y la desertificación provocarán el desplazamiento de 50 millones de personas, procedentes en su mayoría del hemisferio sur, lo que aumentará las migraciones hacia Europa.

En 2015, en lo más grave de la crisis, un millón de migrantes llegaron a Europa desde Oriente Medio y África en solo un año, según ONU Migración. Una de las primeras grandes tragedias se desarrolló en 2013, cuando una patera con más de 500 eritreos se incendió y se hundió en el Mediterráneo, a poco más de un kilómetro y medio de Lampedusa, Italia. Murieron 360 personas.

La reacción en Europa fue en un primer momento la compasión. “¡Podemos hacerlo!”, profirió la canciller alemana Angela Merkel cuando prometió diseñar políticas liberales de inmigración, una postura por la que fue nombrada Persona del Año por la revista Time en 2015.

Las costas italianas se encuentran a unos 300 kilómetros del norte de África. A principios de 2014, Matteo Renzi se convirtió en el primer ministro más joven de la historia de su país, tenía 39 años. Como había hecho Merkel, se comprometió a recibir a migrantes con declaraciones como esta: “Si Europa se da la vuelta ante la presencia de cadáveres, entonces no se merece llamarse a si misma una Europa civilizada”. Apoyó la ejecución del ambicioso programa de búsqueda y rescate Operación Mare Nostrum, diseñado para garantizar una travesía segura a cerca de 150,000 migrantes, a quienes también se les ofreció asistencia legal para gestionar sus peticiones de asilo.

Sin embargo, la marea de migrantes no cesaba. Y los migrantes requerían atención médica, empleo y educación, y aumentaban la presión sobre los recursos económicos. Partidos políticos nacionalistas como Alternativa por Alemania o el francés Frente Nacional comenzaron a aprovecharse de la situación para extender la xenofobia.

La Operación Mare Nostrum de Renzi costó unos 115 millones de euros. Un precio que Italia no podía asumir. Los esfuerzos por reubicar a 60.000 migrantes en Italia y en Grecia se tambaleaban: ni Polonia ni Hungría, gobernados por partidos nacionalistas, aceptaron ni a un solo migrante. Los políticos de la derecha italiana se burlaron de Renzi y empezaron a escalar en las encuestas.

Renzi dimitió en diciembre de 2016 tras perder el referéndum de la Reforma Constitucional y posteriormente su formación política (el Partido Democrático) desmanteló sus políticas migratorias. Él también se retractó de su generosidad inicial: “Tenemos que despojarnos de nuestro sentimiento de culpabilidad”, diría más tarde. “Italia no tiene el deber moral de recibir a personas que están peor que nosotros”.

En 2016, Europa adoptó un enfoque diferente liderado por Marco Minniti, antiguo aliado de Renzi, que se convirtió en el nuevo ministro del interior de Italia. Minniti, hijo de un general del ejército italiano, explicó error, que en su opinión, había cometido Renzi: “Hicimos caso omiso de dos sentimientos muy poderosos”, dijo. “Rabia y miedo”.

A instancias suyas, su país canceló su compromiso de realizar operaciones de búsqueda y rescate a más de 50 kilómetros de sus costas. La UE comenzó a rechazar barcos humanitarios que transportaban a migrantes rescatados y que querían atracaran en sus puertos. Italia llegó a enjuiciar a los capitanes de los barcos por facilitar el tráfico de personas. Minniti pronto se ganó el apodo de “Ministro del Miedo”.

En 2015, la UE creó un programa llamado Fondo Fiduciario de Emergencia para África, para tratar las causas profundas de los desplazamientos forzosos y la migración irregular, y contribuir a una mejor gestión de la migración. Desde entonces ha invertido cerca de 5.300 millones de euros. Sus defensores aducen que el programa promueve el desarrollo, que ayuda a controlar la pandemia de covid-19 en Sudán o que sirve en Ghana para formar a personas a que ocupen empleos verdes. Sin embargo, gran parte de su trabajo consiste en presionar a los países africanos para que impongan restricciones a la migración y financiar a organismo que hagan cumplir dichas restricciones para evitar que los migrantes lleguen a Europa.

En la práctica, lo que hace el programa es trasladar la frontera de Europa al borde norte de África y reclutar a los gobiernos africanos para que se encarguen de que se respeten esos límites fronterizos. Los fondos se distribuyen a discreción de un comité presidido por la Comisión Europea y no están sujetos al escrutinio del Parlamento Europeo. (Un portavoz del fondo fiduciario me dijo que sus programas “buscan salvar vidas, proteger a aquellos que lo necesitan y combatir el tráfico de personas”)

El ministro italiano Minniti se fijó en Libia como socio principal de Europa para poner coto a la inmigración. La UE, Italia y Libia firmaron un Memorando de Entendimiento que explicaba la colaboración “reiterando la firme voluntad de cooperar en la urgente identificación de soluciones para resolver el problema de los migrantes clandestinos que cruzan Libia para llegar a Europa por mar”. En los últimos seis años, el Fondo Fiduiciario ha destinado en torno a 480 millones de euros para que Libia ataje la migración.

Minniti ha afirmado que el miedo que siente Europa hacia una inmigración descontrolada es “un sentimiento legítimo que la democracia tiene que escuchar”. Sus políticas han tenido como resultado una caída en picado del número de migrantes. Desde enero a junio de 2021, por ejemplo, menos de 21.000 personas lograron llegar a Europa a través del Mediterráneo. Minniti declinó hacer comentarios para este artículo. La derecha italiana, que ayudó a derrotar a Renzi, aplaudió el trabajo de Minniti. “Cuando propusimos medidas de este tipo, se nos tachó de racistas”, dijo Matteo Salvini, líder del partido nacionalista italiano Liga Norte. “Ahora, por fin, parece que se está entendiendo que teníamos razón”.

Aliou Candé, el migrante de Guinea Bissau, creció en una granja cerca de la aldea de Sintchan Demba Gaira. Allí no hay cobertura de móvil ni carreteras, cañerías o electricidad. Vivía en una casa de adobe, la mitad pintada de azul y la otra mitad de amarillo, con su esposa, Hava, y sus dos hijos pequeños. Al lado hay un árbol donde la familia se reunía para tomar té. Candé era muy inquieto en la aldea: escuchaba a artistas extranjeros y era hincha de equipos de fútbol europeos. Hablaba inglés y francés y estaba aprendiendo portugués con la esperanza de vivir en Portugal algún día.

Los campos de Candé producen mandioca, ñame y anacardos, cultivos que suponen el 90% de las exportaciones del país. Sin embargo, los patrones climáticos se están alterando, probablemente a causa del calentamiento global. “Ya no pasamos frío durante la temporada fría, y el calor llega antes de lo que debería”, dice Jacaria. Las inundaciones son más intensas, lo que significa que la mayor parte del año solo se puede llegar a las plantaciones en canoa, y las sequías duran el doble.

Jacaria ya había emigrado a España, y Denbas, otro de sus hermanos, a Italia. Los dos enviaban dinero a casa junto a fotos de restaurantes elegantes. “Todo el mundo que se va fuera trae fortuna a casa”, me dijo Samba, el padre de Candé. La esposa de Candé estaba embarazada de ocho meses, pero su familia le animó a que él también viajara a Europa. “La gente de su generación se iba fuera y les iba bien”, me dijo su madre Aminatta. “¿Por qué no él?” En la mañana del 13 de septiembre de 2019, Candé partió hacia Europa llevándose consigo una copia del Corán, dos pares de pantalones, una camiseta, un diario con tapas de piel y 600 euros. “No sé cuánto tiempo tardaré”, le dijo Candé a su esposa esa mañana. “Pero te quiero y regresaré”.

Candé cruzó en coche el África central, haciendo autostop o como polizón en coches y autobuses, hasta llegar Agadez, en Níger, conocida antes como la Entrada al Sáhara. En enero de 2020 llegó a Marruecos, donde quiso pagar para que lo llevaran en barco a España, pero le pedían 3.000 euros. Jacaria le rogó que regresara. Sin embargo, Candé le contestó: “Trabajaste duro cuando estabas en Europa. Enviaste dinero a la familia. Ahora me toca a mí. Cuando yo llegue, podrás regresar a casa y descansar, y yo haré el trabajo”. Había escuchado que en Libia podía reservar un espacio en una patera para alcanzar Italia. En diciembre llegó a Trípoli y alquiló una habitación en Gargaresh, una barriada de migrantes.

***

En mayo viajé a Trípoli con un equipo de investigadores para analizar el sistema de detención de migrantes. Poco antes había fundado una organización sin ánimo de lucro llamada The Outlaw Ocean Project, que informa sobre los derechos humanos y asuntos medioambientales en un contexto marítimo. En Trípoli, nos alojaron en un hotel cerca del centro de la ciudad y les conseguí un modesto equipo de seguridad.

Hoy hay dos gobiernos que se disputan la legitimidad: el Gobierno de Unidad Nacional, reconocido por la ONU, y el Gobierno Interino, apoyado por Rusia y el por autoproclamado Ejército Nacional Libio. Ambos recurren a alianzas inconstantes con milicias armadas que dirigen amplias zonas del país. Cuando hay alborotos, las remotas playas del país se convierten en puntos de salida entre los migrantes.

La Guardia Costera de Libia parece un ente oficial, pero carece de un mando unificado. Está formada por patrullas locales, acusadas durante años por las Naciones Unidas de tener vínculos con las milicias (los cooperantes suelen referirse a ella como “la supuesta Guardia Costera de Libia”). Pero desde entonces el Fondo Fiduiciario para África de la UE ha gastado decenas de miles de euros en otorgar a esta formación paramilitar un poder formidable.

En 2018, el gobierno italiano, con el beneplácito de la UE, ayudó a Libia a obtener la autorización de la Organización Marítima Internacional de la ONU para crear una zona de búsqueda y rescate que otorgara a la Guardia Costera una jurisdicción más amplia, de casi 150 kilómetros de la costa libia, bien adentrada en aguas internacionales y a medio camino de las costas italianas. La UE les suministró seis lanchas rápidas de fibra de vidrio, 30 vehículos Toyota Land Cruiser, radios, teléfonos satelitales y 500 uniformes. En septiembre de 2020, se gastó cerca de un millón de euros en 10 contenedores donde se alojaría el centro de mando para coordinar las intercepciones en pleno mar, y también para proporcionar formación a sus oficiales.

Quizás la ayuda más valiosa procede de Frontex, la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas creada en 2004, en principio para vigilar la frontera del Este de Europa. La agencia mantiene una vigilancia casi constante del Mediterráneo por medio de drones y aviones de patrulla marítima. Cuando detecta una embarcación con migrantes, envía fotos y la localización a sus socios en la región, incluida la Guardia Costera de Libia. Un portavoz de Frontex afirma que la agencia nunca “ha cooperado directamente con las autoridades libias”. Pero una investigación realizada por medios de comunicación europeos, entre ellos Lighthouse-Reports, Der Spiegel, Libération y ARD, documentaron 20 casos en los que, inmediatamente después de que Frontex vigilara embarcaciones de migrantes, fueron interceptados por la Guardia Costera de Libia. La investigación encontró pruebas de que en algunas ocasiones Frontex envía la localización de las embarcaciones de migrantes directamente a la Guardia Costera.

Recientemente sus oficiales me enviaron los resultados de una petición para consultar sus archivos, que indican que, desde el 1 hasta el 5 de febrero, los días en los que Candé se encontraba en alta mar, la agencia intercambió 37 correos electrónicos con la Guardia Costera de Libia (Frontex se negó a proporcionar el contenido de los correos electrónicos, con la excusa de que ponían en riesgo la “seguridad de los migrantes”).

Un alto funcionario de Frontex, que pidió permanecer en el anonimato por miedo a las represalias, me dijo que la agencia también proporciona grabaciones de vigilancia a las autoridades italianas, que pueden pasar después a la Guardia Costera. (Las agencias que se hacen cargo de la vigilancia, la Guardia Costera Italiana y el Centro de Coordinación de Rescate Marítimo, sitas en Roma, no respondieron a mi petición de comentarios). Los expertos legales afirman que estos procedimientos violan las leyes internacionales contra la devolución de migrantes a lugares peligrosos.

El funcionario de Frontex sostiene que incluso este método “indirecto” no libraba a la agencia de responsabilidad: “Suministras la información. No llevas a cabo la acción, pero es la información la que facilita la devolución en caliente”. El funcionario instaba repetidamente a sus superiores a que dejaran de contribuir a la devolución de migrantes a Libia. “Daba igual lo que les dijeras”, me dijo. “No estaban dispuestos a entender”. (El portavoz de Frontex me dijo que “en toda operación potencial de búsqueda y rescate, la prioridad era salvar vidas”).

Los barcos de la Guardia Costera Libia se apresuran a capturar a los migrantes antes de que se los lleven a Europa. A veces disparan a los barcos humanitarios de rescate o a las embarcaciones de inmigrantes. Según datos proporcionados por la Organización Internacional de Migraciones, de las Naciones Unidas, desde enero de 2016 la Guardia Costera ha interceptado a más de 90.000 migrantes.

La Guardia Costera, que ha declinado hacer comentarios para este reportaje, ha destacado en alguna ocasión el éxito obtenido a la hora de reducir la migración a Europa, pero también ha alegado que los barcos humanitarios del Mediterráneo dificultan sus esfuerzos para combatir el tráfico de personas.

En mayo de este año, Ed Ou, unos de los operadores de vídeo de mi equipo, pasó tres semanas a bordo de un barco de Médicos sin Fronteras que intentaba rescatar a migrantes en el Mediterráneo. La organización localizó embarcaciones de migrantes con la ayuda de un radar y de aviones dirigidos por pilotos voluntarios, pero en la mayoría de los casos la Guardia Costera se adelantaba y capturaba a los migrantes.


De vez en cuando, divisaban un dron de Frontex, un IAI Heron con una autonomía de hasta 45 horas que daba vueltas sobre sus cabezas. El barco procuraba realizar rescates solo en aguas internacionales, pero aun así les llegaban amenazas por radio de la Guardia Costera: “Manténgase fuera de aguas libias si no quieren que recurramos a otras medidas”.

A las 10 de la noche del 3 de febrero de 2021, Candé y unos 100 migrantes más partieron de la costa libia a bordo de una embarcación de goma inflable. Emocionados, algunos arrancaron a cantar. Dos horas más tarde, la embarcación penetró en aguas internacionales. A Candé sentado en uno de los bordes del bote, se vio lleno de esperanza. Les dijo a otros ocupantes que no solo estaba seguro de que llegaría a Europa, sino que ya estaba pensando en repetir el viaje con su esposa y sus hijos.

La embarcación de Candé se encontraba a poco más de 110 kilómetros de Italia, lejos de aguas libias, pero aún en la jurisdicción extendida que Europa había ayudado a establecer para la Guardia Costera. Cuando eran cerca de las cinco de la tarde del 4 de febrero, Candé y otros migrantes divisaron un avión que sobrevolaba la embarcación; estuvo dando vueltas 15 minutos para después alejarse.

Datos recabados por ADS-B Exchange, una organización que rastrea el tráfico aéreo, muestran que la aeronave, llamada Eagle1, era un Beech King Air 350, un avión de vigilancia alquilado por Frontex. Unas tres horas después, apareció un barco por el horizonte. “A medida que se acercaba, distinguimos franjas negras y verdes de la bandera”, contaba Soumahoro. “Todos comenzaron a llorar y a llevarse las manos a la cabeza: ‘¡Mierda, es libio!’”

La embarcación era un buque patrulla Vittoria P350, fabricado con acero, fibra de vidrio y Kevlar. Era unos de los buques que la UE había inaugurado en octubre del año anterior. Golpeó la embarcación de los migrantes tres veces y les ordenó que subieran a bordo del buque por la escalera. Los migrantes fueron conducidos de nuevo a tierra, donde les subieron a autobuses que los llevarían a la cárcel de Al Mabani.

***

Cuando llegué a Libia, los funcionarios del gobierno me prometieron que me permitirían seguir a una unidad de la Guardia Costera y visitar la cárcel. Pero tras intentarlo durante varios días, quedó claro que no iba a pasar ninguna de las dos cosas. Un día a última hora de la tarde fui con mi equipo a un discreto callejón situado a unos 30 kilómetros del centro de detención. Lanzamos un dron con vídeo y lo volamos sobre el patio de Al Mabani a una altura suficiente para que no lo detectaran los guardias.


En la pantalla, vimos como los guardias preparaban a los migrantes después de comer para conducirlos de vuelta a sus celdas. Unos 65 presos estaban sentados en una esquina del patio, apretujados e inmóviles, con la cabeza gacha, las piernas dobladas y las manos posadas en la espalda del de enfrente. Cuando uno de los migrantes miró hacia otro lado, un guardia le dio en la cabeza.

En la actualidad hay unos 15 centros reconocidos, de los cuáles Al Mabani es el más grande. Un funcionario de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) me dijo que desde 2017 han pasado decenas de miles de migrantes por las cárceles. La ley libia establece que los extranjeros no autorizados pueden permanecer detenidos indefinidamente sin derecho a un abogado. No hace distinción entre refugiados económicos, solicitantes de asilo y víctimas del tráfico ilegal.

En mayo, seis mujeres del centro de detención de Shara ’al-Zawiya contaron a unos investigadores de Amnistía Internacional que habían sido violadas y sometidas a tortura sexual. Diana Eltahawy de Amnistía Internacional, especializada en el norte de África, me dijo en julio: “Toda la red de centros de detención de migrantes en Libia está podrida hasta la médula”.

La cárcel de Al Mabani fue creado por Emad al-Tarabulsi, un alto cargo de la Brigada Zintan, a principios de 2021. La milicia mantiene vínculos con la tribu Zintan, que contribuyó a la caída de Gadafi y mantuvo a su hijo como preso durante años. En la actualidad, el grupo está alineado con el Gobierno de Unidad Nacional apoyado por la ONU, donde el citado Al-Tarabulsi ejerció como jefe de inteligencia (Al-Tarabulsi ha declinado hacer declaraciones para este reportaje). La cárcel se construyó en un extremo de la ciudad controlado por su milicia, y sus miembros se convirtieron en el personal de las instalaciones y en sus pistoleros. Para dirigirla, Al-Tarabulsi nombró a un segundo de confianza, Noureddine al-Ghreetly, un comandante de la milicia.

La UE reconoce que las cárceles de migrantes son atroces. Un portavoz del Fondo Fiduiciario me dijo que “la postura de la UE frente a las condiciones en las que se mantienen a los migrantes en los centros de detención es clara: la situación inaceptable.

El actual sistema de detención arbitraria debe acabar”. El año pasado, Josep Borrell, alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, afirmó que “la decisión de detener injustamente a migrantes descansa bajo la sola responsabilidad” del gobierno libio, y que “la Comisión no apoya el sistema de detención que implementa el país”.

En el acuerdo inicial firmado con Libia, la UE prometía financiar y garantizar la seguridad de los centros de detención donde se mantendría a los migrantes. Hoy, sin embargo, los funcionarios europeos insisten en que no financian directamente los centros de detención. Los gastos del Fondo Fiduiciario son opacos, pero un portavoz me dijo que solo dan dinero a los organismos de la ONU y a las ong internacionales que proporcionan “apoyo de emergencia para los migrantes y los refugiados detenidos”, que incluye “atención sanitaria, apoyo psicosocial, dinero en efectivo para gastos y productos no alimentarios”. Sin embargo, Tineke Strik, diputada holandesa en el grupo de Los Verdes del Parlamento Europeo, me dijo que esta afirmación no tenía mucho sentido. “Si la UE no financió a la Guardia Costera Libia, no habría intercepción y no derivarían a los migrantes a estos horribles centros de detención”, me dijo.

También señaló Strik que la UE envía fondos al gobierno de Unidad Nacional de Libia, cuyo Directorio para la Lucha contra la Migración Ilegal se encarga de supervisar los centros. Aunque no pague directamente la construcción de las instalaciones de detención o los salarios de sus pistoleros, decía, el dinero gastado a través de las agencias gubernamentales y las ong ayuda de manera indirecta a respaldar gran parte de esas operaciones. La UE compra los buques que capturan a los migrantes, las tabletas de pantalla táctil que los cooperantes usan para contarlos cuando desembarcan, y los autobuses que los conducen a las cárceles.

El dinero de la UE que se distribuye a través de agencias como la Organización Internacional de Migraciones y el Alto Comisionado de la ONU para los refugiados paga las mantas, la ropa de abrigo y las zapatillas que reciben al llegar. Ese dinero también construye los baños y las duchas de las instalaciones, compra el jabón, los kits de higiene personal y las toallitas de papel que usan los migrantes, así como las alfombrillas de espuma donde duermen.

El Fondo Fiduciario de la UE para África paga los todoterrenos que las autoridades libias utilizan para perseguir a los migrantes que se han escapado de los centros de detención y a los que entran al país a través del desierto del Sahara. Cuando enferman, las ambulancias que los llevan al hospital también las paga el Fondo Fiduciario. Y cuando mueren, el dinero de la UE paga las bolsas para los cadáveres y forma a las autoridades libias para enterrarlos de una forma religiosamente apropiada. Individualmente, algunos de estas iniciativas ayudan a que las cárceles sean más humanas, pero, en conjunto, contribuyen a sostener el sistema.

Las milicias emplean varios métodos para lucrarse con los centros de detención. A menudo se apropian el dinero y los bienes que las ong y las agencias gubernamentales envía para los migrantes, un sistema que se denomina “desviación de ayuda”. El director de un centro de detención situado en Misrata contó a los investigadores de Human Rights Watch que la milicia que dirigía la cárcel también dirigía la empresa de catering que proporcionaba la comida, y que desviaba el 85% del dinero que el gobierno destinaba para alimentar a los migrantes. También se han documentado que milicias que roban comida, mantas, cubos y artículos de aseo. Un estudio interno financiado por el Fondo Fiduciario en abril de 2019 reveló que gran parte del dinero enviado a través de ong termina en las arcas de las milicias. “La mayoría de las veces, no es más que una forma de extraer beneficios”, dice el estudio.

En una reunión con el embajador alemán en Libia a principios de este año, el general Al-Mabrouk Abdel-Hafiz, encargado de supervisar el Directorio de la Lucha contra la Migración Ilegal del Gobierno de Unidad Nacional, el organismo encargado de los centros de detención de migrantes, admitió que las condiciones bajo las que funcionaban las cárceles son brutales. Dijo de sí mismo y del país que tenían que les habían encargado un trabajo imposible. “Libia ya no es un país de tránsito, sino una víctima a quien han dejado sola para enfrentarse a una crisis que otros países no han podido resolver”, dijo. (Abdel-Hafiz declinó hacer comentarios para este reportaje). Cuando llamé a al-Ghreetly, director de la cárcel de Al Mabani, y le pregunté sobre las denuncias de maltrato, respondió con brusquedad, diciendo: "Aquí no se maltrata a nadie", y me colgó.

***

Unos días después de mi llegada a Libia, visité Gargaresh, el barrio de inmigrantes, para hablar con antiguos presos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Gargaresh, entonces llamado Campo 59, era una prisión militar dirigida por italianos primero y por alemanes después. Hoy es un panal de callejones sin asfaltar y calles estrechas salpicadas de baches, rodeadas de restaurantes de comida rápida y tiendas de telefonía móvil. Las redadas llevadas a cabo por milicianos, en teoría para reprimir el tráfico de drogas, la prostitución y otras actividades ilegales, son cotidianas. Soumahoro, el amigo de Candé que fue llevado a Al Mabani con él cuando su balsa fue capturada, se reunió conmigo en la carretera principal y me llevó a una habitación sin ventanas ocupada por otros dos migrantes. Durante una comida, me habló del tiempo que pasó con Candé en la cárcel. “Hablar de esto es muy difícil para mí”, dijo.

En Al Mabani, pegaban a los migrantes por hablarse susurrando entre ellos, por hablar en su lengua materna o por reírse. Las peores palizas las daban en un lugar llamado “sala de aislamiento”, una gasolinera abandonada con un cartel de Shell colgado en la entrada situada detrás de la celda de mujeres, donde retenían a los rebeldes durante días. La celda no tenía baño, por lo que no quedaba más remedio que defecar en un rincón. El hedor era tan fuerte que los guardias se ponían mascarillas al entrar. En una de las palizas, los guardias ataron las manos de un detenido a una cuerda que colgaba de una viga de acero. En marzo, Soumahoro organizó una huelga de hambre para protestar contra la violencia que ejercían los guardias y se lo llevaron a la sala de aislamiento. Le pegaron varias veces, colgado de la viga boca abajo. “Te cuelgan como si fueras ropa”, dijo.

Varios exdetenidos con los que hablé me contaron que habían presenciado abusos sexuales y humillaciones. Adjara Keita, una migrante de Costa de Marfil de 36 años, que estuvo presa en al Mabani durante dos meses, me contó que los guardias a menudo sacaban a mujeres de su celda para violarlas. “Las mujeres volvían llorando”, me dijo.

Los guardias usaban a otros migrantes como colaboradores, manteniéndolos así divididos. Al poco de llegar, Mohammad Soumah, un joven de 23 de Guinea-Conakry, se ofreció como voluntario para ayudar en las tareas diarias y enseguida le intentaron sonsacar información: ¿qué migrantes se detestan?, ¿quiénes son los agitadores? Cuando los migrantes pagaban rescates para salir de la cárcel, Soumah se hacía cargo de las negociaciones Como recompensa, podía dormir fuera de su celda, en la enfermería, o con los cocineros que vivían en la calle de enfrente. En un momento dado, como regalo por su lealtad, los guardias le permitieron elegir a varios migrantes para liberarlos.

Los cooperantes visitaban la prisión dos veces por semana. Según sus informes, las pruebas de que allí se cometían maltratos eran difíciles de ignorar: los presos presentaban magulladuras y cortes, evitaban el contacto visual y retrocedían ante ruidos fuertes. A veces, deslizaban discretamente al personal humanitario mensajes de desesperación escritos en el reverso de los folletos de la Organización Mundial de la Salud. Les contaron a los médicos las palizas que habían sufrido la noche anterior y registraron fracturas, cortes, abrasiones y traumatismos contundentes; había un niño tan maltrecho que no podía caminar.

En mitad de la comida con Soumahoro, empezó a sonar mi teléfono sin parar. Cuando contesté, un agente de policía comenzó a gritarme: “¡No está permitido hablar con migrantes! ¡No puede estar en Gargaresh!”. Me dijo que, si no salía del barrio de inmediato, me arrestarían. Cuando regresé a mi coche, estaba allí parado y me advirtió que, si volvía a entrevistar a más migrantes, me echarían del país. A partir de ese momento, no dejaron ir a mi equipo muy lejos. Si algún antiguo preso quería contarme su experiencia, tendría que colarse en mi hotel.

***

Mientras esperaba la llegada del Ramadán, Candé encontró maneras de pasar el tiempo sentado en su celda: intentó aprender árabe con Luther y jugaba al póker. Este relató en su diario una protesta de las reclusas: “Están sentadas en ropa interior porque también exigen que las liberen”, escribió. En un momento dado, Candé y Luther tuvieron que cuidar de un migrante que parecía estar sufriendo un brote psicótico. “Estaba tan enfadado que tuvimos que inmovilizarlo para dormir tranquilos”, escribió Luther. Finalmente, tras las súplicas de Candé, los guardias se lo llevaron al hospital, pero tres días después regresó igual de perturbado. “Una situación increíble”, escribió Luther.

Hacia finales de marzo, los guardias les comunicaron que no liberarían a nadie por Ramadán. “Así es la vida en Libia”, escribió Luther. “Tendremos que seguir teniendo paciencia para disfrutar de nuestra libertad”. Pero Candé estaba destrozado. Cuando lo detuvieron por primera vez, consiguió que la Guardia Costera no le confiscara el teléfono móvil. Lo había escondido, preocupado de que, si lo pillaban, lo castigarían con severidad. Sumido en la desesperación, decidió correr el riesgo de enviar un mensaje de voz por WhatsApp a sus hermanos para explicarles la situación, y les suplicó que intentaran hablar con su padre. Luego aguardó, con la esperanza de que reunieran de alguna manera el rescate.

A las dos de la madrugada, un fuerte ruido procedente de la Celda 4 despertó a Candé. Varios presos sudaneses intentaban abrir la puerta principal para escapar. A Candé le preocupaba que los demás presos recibieran castigos por su culpa y despertó a Soumahoro, quien, junto a otros doce compañeros de celda, se enfrentó a los sudaneses. “Intentamos escapar varias veces”, les dijo Soumahoro. “Pero nunca funciona.. Y al final nos dan una paliza”. Como los sudaneses no atendían a razones, Sohmohoro dijo a Candé que alertara a los guardias, que maniobraron un camión de arena para aparcarlo contra la puerta de la celda, bloqueándola por completo.

A continuación los sudaneses arrancaron las tuberías de la pared del baño y amenazaron con ellos a quienes habían intervenido. A un migrante le hirieron en el ojo, otro cayó al suelo con sangre brotándole de la cabeza. Los dos grupos empezaron a arrojarse objetos: zapatos, baldes de plástico, botellas de champú, trozos de cartón yeso. Algunos migrantes pedían ayuda, gritando: "¡Abrid la puerta!" Pero los guardias se reían y aplaudían, filmando la pelea con sus teléfonos como si fuera un partido en una jaula. “Seguid luchando”, dijo uno mientras metía botellas de agua a través de la rejilla para mantenerlos hidratados.

A las cinco y media de la madrugada los guardias se fueron y regresaron con rifles semiautomáticos. Sin previo viso, comenzaron a disparar contra la celda a través de la ventana del baño durante diez minutos seguidos. “Aquello parecía un campo de batalla”, me dijo Soumahoro. A Candé, que se había estado escondiendo en la ducha durante la pelea, le dispararon en el cuello. Se tambaleó a lo largo de la pared, manchándola de sangre, y luego cayó al suelo. Soumohoro intentó frenar la hemorragia con un trozo de tela. Diez minutos después, Candé murió.

El director de la cárcel de Al Mabani, Al-Ghreetly, llegó unas horas después. Cuando pusieron a Candé frente a la puerta, Al-Ghreetly gritó a los guardias: “¿Qué habéis hecho? ¡Podéis hacerles cualquier cosa, pero no matarlos!” Los presos se negaron a entregar el cuerpo a menos que los dejaran en libertad, y los guardias, aterrorizados, convocaron a Mohammad Soumah, su colaborador, para negociar. Antes de las nueve de la mañana, los guardias tomaron posiciones cerca de la salida con las armas en alto. Soumah abrió la puerta de la celda y les pidió a los trescientos migrantes que lo siguieran en fila india, lentamente y sin hablar, hasta la salida. Muchos conductores que a esa hora se dirigían al trabajo aminoraron la marcha para mirar, boquiabiertos, el flujo de migrantes que salían del recinto y se fundían en las calles de Trípoli.

***

El domingo 23 de mayo, poco antes de las ocho de la tarde, estaba sentado en el hotel hablando por teléfono con mi mujer, que se encontraba en Washington D.C., cuando escuché un golpe en la puerta. Al abrir, una docena de hombres armados irrumpieron en la habitación, y apuntándome con una pistola en la frente me gritaron: “¡Tírate al suelo!” Me encapucharon y me dieron una paliza: me patearon, me golpearon y pisotearon la cabeza. Me dejaron con dos costillas rotas, sangre en la orina y los riñones dañados. Luego me sacaron a rastras de la habitación.

En ese momento, mi equipo se dirigía a cenar en las inmediaciones de nuestro hotel. Una camioneta blanca chocó con un automóvil que estaba frente a ellos, bloqueando la carretera, y media docena de hombres enmascarados y armados con semiautomáticas saltaron del vehículo. Sacaron al conductor de la camioneta y lo golpearon con una pistola, a mis colegas les vendaron los ojos y se los llevaron. Nos condujeron a todos a la sala de interrogatorios de una cárcel clandestina, donde fui golpeado de nuevo en la cabeza y en las costillas.

Más tarde, a través imágenes de satélite, descubriría que estábamos encerrados en una pequeña cárcel secreta a 700 metros de la embajada italiana. Nuestros captores nos dijeron que formaban parte del “Servicio de Inteligencia Libia”, que en teoría es una agencia del Gobierno de Unidad Nacional, el gobierno reconocido por la ONU que también supervisa Al Mabani, pero que está dirigido por la milicia Brigada Al-Nawasi.

Me encerraron en una celda de aislamiento, en la que había un inodoro, una ducha, un colchón de espuma tirado en el suelo y una cámara montada en el techo. Todos los días me llevaban a una sala donde me interrogaban hasta cinco horas seguidas. “Sabemos que trabaja para la C.I.A.”, me decía unos de ellos. “Aquí en Libia, el espionaje se castiga con la muerte”. A veces, ponían una pistola en la mesa o me apuntaban a la cabeza.

Mi mujer, que había escuchado a través del teléfono el inicio de mi secuestro, alertó al Departamento de Estado. Junto con el servicio diplomático holandés, presionaron al presidente del gobierno de Unidad Nacional libanés para que nos liberasen. Después de tenernos cautivos durante cinco días, la milicia accedió a dejarnos marchar. Nos pidieron que firmáramos documentos de “confesión” escritos en árabe con membrete del “Departamento de la Lucha contra la Hostilidad”. Cuando preguntamos qué decían los documentos, se rieron.

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En las semanas posteriores a la muerte de Candé, los presos liberados corrieron rápidamente la voz sobre lo ocurrido. La información llegó a oídos de Ousmane Sane, el representante consular no oficial de Guinea Bissau en Libia, de 44 años. Sane fue con Balde, el tío de Candé, a la comisaría de policía que está cerca de Al Mabani, donde les entregaron una copia del informe de la autopsia. En los días siguientes, se movieron por Trípoli para saldar las deudas de Candé, en las que había incurrido ya muerto: 166 euros por la estancia en el hospital, 16 euros por la sábana blanca y la ropa de entierro, 209 por el nuevo entierro.

La familia de Candé se enteró de su muerte dos días después. Samba, su padre, me dijo que apenas podía dormir ni comer: “La tristeza me pesa mucho”. Hava, su mujer, ya había dado a luz por tercera vez, a una niña llamada Cadjato que ahora tiene dos años, y me dijo que no se volvería a casar hasta que no se le agotara el llanto. “Mi corazón está roto”.

Al-Ghreetly fue suspendido a raíz de la muerte de Candé, pero unas semanas después fue restituido en su puesto al frente de Al Mabani.

Tras la muerte de Candé, José Sabadell, el embajador de la UE, pidió abrir una investigación formal, pero nunca se llevó a cabo. Un portavoz finalmente condenó el maltrato a los migrantes e instó a Libia a mejorar sus condiciones en los centros. El compromiso de Europa con los programas antiinmigración que implementa Libia permanece inquebrantable. El año pasado, Italia renovó su Memorando de Entendimiento con Libia y desde marzo ha invertido otros 3,5 millones de euros en la Guardia Costera. La Comisión Europea se ha comprometió a desarrollar un centro de control marítimo “nuevo y modernizado y a comprar tres barcos más.

El 12 de abril, pasadas las cinco de la tarde, un grupo de orantes, Balde, Sane y unas veinte personas más acudieron al cementerio Bir al-Osta Milad para asistir al funeral de Candé. Los asistentes rezaron en voz alta mientras el cuerpo de Candé descendía a un hoyo poco profundo, de no más cinco metros de profundidad, cavado en la arena. Al unísono todos alabaron a dios. Después, uno de ellos garabateó con un palo el nombre de Candé en el cemento húmedo.

* Ian Urbina es periodista de investigación y director de The Outlaw Ocean Project, una organización periodística sin ánimo de lucro con sede en Washington DC que se dedica a investigar y a contar los crímenes contra los derechos humanos y medioambientales que ocurren en los océanos.

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